Las votaciones, los partidos y los “casos especiales”
Las votaciones, los partidos y los “casos especiales”
Si tras la indisciplina abierta todos miran al techo, lo que cambia es la imagen pública del partido entero. La organización política termina por ser mirada como un conjunto en el que se toman decisiones formales, pero donde se implementan estrategias de acción individuales.
Víctor Maldonado
El resultado y el camino
Era tanto lo que se jugaba al inicio de esta semana que los análisis de los días anteriores se habían detenido a la espera de los acontecimientos. Se estaban moviendo tantos actores, se podían asumir tan variados comportamientos, la combinación de factores daba para tanto, que no era fácil de encontrar a alguien que se quisiera arriesgar a predecir desenlaces.
Lo que todos constataban era que, luego de la votación del Senado, nada volvería a ser como antes. Sin ir más lejos, al comité político de La Moneda se le veía como en una cuenta regresiva hacia una hora cero en la que se definiría su destino.
Estábamos en una de esas ocasiones en las que importa tanto el resultado que se alcanza como la forma en que se llega a dicho resultado.
En realidad, este proyecto de ley estaba resultando un catalizador perfecto de los más diversos intereses políticos. Quien quería mandar un mensaje a un actor político importante, había encontrado la mejor manera de hacerse oír y concitar la atención pública.
El problema estribaba en que, antes de la primera votación, se estaba agregando una cantidad tan importante de indicaciones al proyecto mismo y de condiciones para votarlo favorablemente que todo eso amenazaba con hacer imposible su procesamiento.
Como cualquiera de nosotros lo sabe muy bien, es fácil meterse en un embrollo, pero bastante más difícil encontrar la vía de salida. Para poner una complicación adicional, no parecía que los actores relevantes hubieran elegido el camino más expedito para conseguir sus objetivos.
Parecía viable agrupar la necesidad coyuntural de asegurar el funcionamiento del transporte público capitalino con la plausible incorporación de mejoras verificables al Transantiago.
De este modo, y en vista de una votación importante pero puntual, bien se pudo abrir y comprometer un debate mayor de una forma muy natural y ordenada.
Si se distinguía entre estos temas, distintos pero vinculados, se hacía muy difícil para el Gobierno no mostrarse receptivo a precisar un calendario y un cronograma de avances constatables y efectivos, incluso más exigente que aquel comprometido hasta el presente.
Éste era un curso de acción perfectamente posible. Sólo que, en política, las alternativas más productivas y obvias se pueden visualizar con mucha más facilidad de lo que se pueden implementar. Obstáculos adicionales se encuentran siempre.
Además, está visto que el Transantiago es una piedra con la cual es posible tropezar en más de una ocasión. Escupir al cielo no es una buena idea en ningún caso, y menos en este.
Los partidos y los "casos especiales"
Todo se tiende a enredar más cuando se discute un tema a través de otro, o junto con otro de naturaleza distinta.
De tal modo, está casi garantizado que nunca se llegará a acuerdo, simplemente porque nadie se encuentra muy seguro sobre qué es lo que se está conversando.
De más está decir que cuando se pide la salida de dos ministros a cambio de un voto (lo cual es importante ¡para fortalecer al Gobierno!), ya no es factible explicar con simplicidad el propósito de las iniciativas en curso.
En ocasiones como ésta resultan decisivos los personajes que logran sobrepasar el cerco de obstáculos que se había ido construyendo y permiten superar la sensación de encontrarse en un callejón sin salida.
En este caso, en el Gobierno resulta claro que el comité político salió de una prueba muy difícil y que la Presidenta Michelle Bachelet intervino en una gestión crucial. Entre la contraparte destacaron Bianchi y Flores. Esta es una línea a sostener y amplía a otros casos particulares.
Pero esto plantea la cuestión del efecto que el nuevo escenario provoca en los partidos políticos. Y ése es otro cantar.
Porque hay que decirlo: nada volverá a ser igual después de este episodio. Por mucho que los partidos tengan la costumbre de presenciar todo tipo de actuaciones de algunos de sus representantes -a fin de preservar lo fundamental de su unidad-, hay, sin embargo, un límite. Y cada cual lo está encontrando.
La discrepancia en una organización política es completamente habitual. Siempre y cuando se presente con el fin de procesarla, asimilarla y llegar a conductas asumidas en conjunto.
En otras palabras, el límite de la disidencia es el respeto de la democracia interna. De otro modo, nunca habrá un camino común.
Además, no es posible “dejar hacer y dejar pasar”, porque cuando un partido decide una conducta incumbente y, tras todos los procedimientos de rigor, hay quien se permite señalar que lo decidido ni le va ni le viene, entonces se llega a un punto de no retorno.
En efecto, si tras la indisciplina abierta todos miran al techo, lo que cambia es la imagen pública del partido entero.
La organización política termina por ser mirada como un conjunto en el que se toman decisiones formales, pero donde se implementan estrategias de acción individuales. Terminan por ser clubes de la buena intención y pertenecer a su dirigencia oficial es algo que oscila entre lo honorífico y lo decorativo.
Cuando ser mayoría no significa nada, los partidos, de realidades de carne y hueso, pasan a ser espectros a los que sólo se les invoca cuando alguien está muy aburrido o no tiene nada mejor que hacer.
En otras palabras, el costo pasa a ser demasiado alto. Mayor, sin duda, del que supone encarar las consecuencias. Por eso es momento de los grandes acuerdos vinculantes o de las grandes crisis. Los partidos necesitan actualizar sus pactos de convivencia interna. Esto es lo mejor y lo sensato. Es también lo urgente a conseguir. Porque si no, lo que experimentarán son rupturas... y vividas a corto plazo por lo demás.
Aprovechar el tiempo ganado
Pero dejemos a los partidos y volvamos al tema central: lo que no hay que permitir que nunca pase es que la política de trinchera se convierta en sinónimo de la política en general.
El modo cómo se está avanzando en la votación parlamentaria del Transantiago es una buena demostración de cómo se puede llegar a enfrentar un problema de un modo constructivo.
Haberse enredado en un tema así hubiera tenido consecuencias graves. Más de las que se pueden apreciar en un primer vistazo. Se evita un riesgo importante.
No hay que perder la perspectiva: lo que se ha ganado es tiempo y el tiempo hay que aprovecharlo. Pero lo que no puede ocurrir es que, tras el fin de año, se vuelva, sin más, a una situación similar sin haber cambiado nada en la situación que causó que se pidieran recursos adicionales.
Las mejoras en el servicio deben ser palpables, lo que hace mucho debiera estar en funcionamiento tiene que entrar en operaciones; la gente quiere encontrar buses en los paraderos y no enterarse de las explicaciones de por qué no ocurre con la suficiente frecuencia. Se ha ganado un respiro.
Luego de cuatro meses, el Plan Transantiago no ha pasado a ser un dechado de virtudes, pero tampoco resulta hoy un atado de puras debilidades. Al fin y al cabo, se han enfrentado dos huelgas de choferes y se ha resistido bastante bien.
Vamos a saber que estaremos reentrando a la normalidad cuando el transporte vuelva a ser un tema sectorial y la política remonte algo más de vuelo del que hemos visto hasta ahora en situaciones críticas. Falta aún para que lleguemos a este punto.
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