viernes, agosto 26, 2005

La auténtica transición: ya no somos los mismos

La auténtica transición: ya no somos los mismos


Habiendo elementos nuevos es lógico que aumente la sensación de inestabilidad. Cuando un líder aspira a dirigir un país, requiere acumular autoridad. Lo que se espera es mantener la cooperación entre el que sale y la que entra.



Mucho se ha hablado en estos días sobre el “fin de la transición” a raíz de las reformas constitucionales. La importancia de este último hecho es evidente, aunque sea discutible hablar de una transición que haya durado casi tanto como la dictadura. Nadie se demora tanto camino a la democracia.

No obstante, sobran señales de que hemos entrado en un auténtico interregno, aquel que se produce en el período entre el fin de un Gobierno y el comienzo del otro. Menos épico, es bastante más identificable en sus efectos.

Los comportamientos de los actores más relevantes cambian a ojos vista, aun cuando externamente las apariencias se conservan. Lo cierto es que se vive un período de desajuste, puesto que se experimenta una transferencia neta de poder desde los que se van a los que llegan. Y esto nunca ha sido un proceso fácil.

En ocasiones anteriores, este período pudo partir algo más atrasado, vivirse con menos intensidad o con incertidumbres menores, puesto que el grado de continuidad era comparativamente más amplio. Ahora no.

En este traspaso lo que ha cambiado en la capacidad de los líderes de afectar el comportamiento de los demás (¿qué otra cosa es el poder?) es que se está dando de un modo que resulta bien desacostumbrado para los principales protagonistas.

La intensidad de este fenómeno, que ya hemos visto en tres ocasiones anteriores, tiene que ver con la anticipada resignación opositora a un triunfo que parece inevitable; con el hecho de que el poder se esté trasladando a alguien que no reunía con antelación el consenso de las élites políticas; y con lo inédito de que todo converja en una mujer en cuya trayectoria el acercamiento a la política se da desde el compromiso militante y la calificación profesional, pero fuera del primer círculo de influencia.

Habiendo tantos elementos nuevos, es lógico que aumente la sensación de inestabilidad. Además, estos fenómenos han ocurrido justo después de un período de fuerte acostumbramiento al ejercicio largo de los cargos, por un grupo humano más bien estable aunque en posiciones móviles.

Visto lo anterior, cabe preguntarse quién se libra de estar en transición. Lo está la candidata que va camino a Presidenta; los partidos de gobierno que presienten que tal vez no puedan volver nunca más “a la rutina” previa; los partidos de oposición que reconcursan por el liderazgo alternativo de reemplazo; lo está la dirigencia de Gobierno; y lo están los mismos ciudadanos que se sienten cada vez más capaces de hacer sentir sus opiniones y necesidades. Hasta las amistades tienen que acomodarse al cambio.

Cercanía privada, distancia pública

Por supuesto, lo usual es que las grandes amistades se formen antes de la llegada de los personajes públicos al poder. En los cargos queda mucho menos posibilidades de establecer relaciones espontáneas y afectuosas.

Bien pocos pueden olvidar que están tratando con una autoridad y concentrarse en el ser humano que se tiene al frente. Por eso, los amigos y las amigas tienen tanta importancia. Son parte de su intimidad, y conservarla, aunque sea en parte, puede llegar a ser considerado un auténtico tesoro.

La generosidad de los amigos consiste en aceptar que están en presencia de alguien que está “creciendo” de manera inusual. No intentan mantenerla “en su sitio”, simplemente porque desarrolle facetas que les puedan resultar sorprendentes.

El común de los mortales somos todo el tiempo personajes privados. Nuestros amigos nos tratan de la misma manera en público y a solas. En un líder, se desarrolla una distancia mayor entre su intimidad y la actuación en el ejercicio de sus funciones. Para no producir estropicios, esta creciente diferenciación debe ser respetada por los cercanos.

Cuando un líder aspira a dirigir un país, requiere ir acumulando autoridad. Lo vimos en el caso de Aylwin, Frei o el mismo Lagos. Claro, tal vez nunca fueron comunes y corrientes, pero la mayor parte de sus vidas fueron tratados como si lo fueran. Sin embargo, desde la campaña y hasta el instante de asumir el mando sufrieron un proceso de trasmutación.

Si cada uno de nosotros hace memoria, se dará cuenta de que, a partir de un punto, les empezamos a encontrar algo especial hasta que, en sus mejores momentos, los más entusiastas les atribuían capacidades clarividentes. No por nada somos un país presidencialista.

Como sea, este proceso tiene que volver a repetirse. Parece mágico, pero no lo es: es un esfuerzo metódico. Porque el liderazgo se gana y se reconoce. Los presidentes no tienen mentores, hermanos mayores o gente que se toma confianzas públicas. No pueden tenerlos, porque entonces no ejercen su cargo. El respeto institucional de su rango es vital para la conformación de un jefe de Gobierno.

Y si hay una buena forma para entrar a La Moneda, también la hay para salir.

La facultad privativa


Cuando un Presidente llega al poder puede tomar decisiones conflictivas y esperar que los demás lo sigan, sea de su agrado o no. Es lo que corresponde. Puede hacerlo puesto que acaba de llegar y lo que hace repercute en su gestión. Lo que decide tiene efecto en su propia administración y por ello consigue la disciplina obligada del resto.

En todo caso, lo usual es que convenza antes de proceder por la vía de la imposición o la sorpresa. Además, siempre se parte sobre la base de que el Mandatario cuenta con más elementos de juicio y eso le permite ver más lejos.

Cuando un Presidente está de salida, sus atribuciones no cambian, pero los factores a considerar aumentan y pesan más las restricciones prácticas, por lo cual la autorregulación se impone por necesidad.

Ahora, el Presidente Lagos ha hecho uso de su capacidad de indultar. Nadie cuestiona que se trata de una facultad privativa y de que pueda hacerlo. No necesita más que su decisión personal y actuar en conciencia y consecuencia. Las consideraciones esgrimidas, con posterioridad a ser conocida la decisión, son de bien público e inobjetables.

Es en las consecuencias donde se presentan las dificultades. “Dejar las cosas en el pasado” no es algo que pueda hacer un hombre solo. Si su gesto divide hondamente a la propia base de apoyo, entonces no ha cumplido con uno de los objetivos que expresamente se estaba buscando. Por mucho que logre aceptación entre quienes sientan éste como un auténtico gesto de reconciliación.

¿Dónde está el problema? En que se puede adherir a la Concertación, apoyar al Gobierno, respaldar a Lagos, y, al mismo tiempo, estar convencido de que el camino a la reconciliación pasa por realizar toda la justicia posible. Para el crimen más horrible, ¿ocho años de cárcel es mucho? Sinceramente, no. Se puede entender más bien como lo mínimo.

No se pueden hacer, en este período, apuestas demasiado grandes, demasiado solo. Una cosa es la popularidad y otra el poder político. El respaldo precedido del convencimiento es importante. Más ahora. Si el Presidente Lagos interviene en período de campaña tiene que ser con la Concertación detrás o los resultados serán contraproducentes. No se trata de facultades sino de realidades.

Estamos en transición, ¡que duda cabe! En cuatro meses más habremos elegido Presidenta y en siete estará instalada en La Moneda. Lo que se espera es que se mantenga la cooperación mutua entre el que sale y la que entra, cada cual en su papel, pero sabiendo que estamos en tránsito.