La enfermedad del exceso de confianza
La enfermedad del exceso de confianza
Malas noticias: vamos muy bien
Las polémicas abundan en los períodos de fuerte tensión, pero quienes se dedican a hacer buena política deben saber a qué y quién se contesta. De otro modo se corre el riesgo de entrar en una espiral cada vez más agresiva. Meterse en polémicas menudas es un mal comportamiento que acompaña al exceso de confianza.
Para evitar los problemas, nada mejor que identificar a los “polarizantes”, o sea los personajes que basan su notoriedad en garantizar a los periodistas una declaración destemplada.
Los dirigentes responsables son los que unen declaraciones con acciones. Se hacen cargo de las consecuencias de lo que están diciendo. Cuando hablan, resumen la discusión colectiva. Dan voz a una estrategia conversada y suficientemente madurada.
Cuando estas personas lanzan una crítica o un emplazamiento a la contraparte, hay que tomarlas en serio. Han hecho de la seriedad una garantía de contundencia. El aval de que lo que dice no es un puro gusto de emitir sonidos es su prestigio político.
No están haciendo declaraciones calculadoras si no calculadas, lo que es muy diferente. No siempre aciertan y no hay quien se libre de los errores. Cuando esto sucede, todos lo lamentan, porque saben que los mayores reproches se los hará a sí mismo el infractor.
Pero mirado en contexto, en la secuencia de una trayectoria, no hay mucho de que preocuparse. No hay político, por bueno que sea, que esté exento de yerros. Pero tampoco hay estadistas que se queden pegados en sus errores sin aprender. Entre la responsabilidad y el orgullo, se opta por lo primero. Cuando se está ante un micrófono y se comete un error, la culpa no es del micrófono o los que escuchan o reaccionan.
Los polarizantes
El polarizante es distinto. Todos los partidos pueden exhibir a más de uno y en conjunto son una plaga. Es un personaje limitado. Si tuviera talento -u ocupara productivamente el que tiene- no sería lo que es. Ubica casi por instinto dónde se centrarán las opiniones prudentes y constructivas, y apunta varios grados más allá.
Que lo que está diciendo no se ajuste a la verdad, lo tiene sin cuidado. Fumar en un polvorín, le parece de lo más natural (al final, se acostumbra a que todos sus colegas dediquen parte importante de su jornada a apagar las chispas que va dejando por el camino).
Es un producto dañino de una era mediática. Cuando no hay ningún problema, puede generar uno casi de la nada. Todo lo hace para la “cuña”. Sabe que el escándalo es noticia y las agresiones generan titulares. Su finalidad consiste en lograr pantalla. Adquiere relevancia porque aparece en televisión, no aparece en televisión porque es relevante.
El polarizante desarrolla el lado oscuro de la política. Uno de los secretos menos guardados en la actividad pública es que estos personajes menores de voces destempladas se consideran bendiciones por los destinatarios de sus ataques. Hay ataques que se agradecen porque se exceden tanto que abren una fuente de réplica contundente y fácil. La maldad que se suele poner en esto es que se actúa públicamente tal como si el generador de torpezas hablara oficialmente por sus abochornados y desesperados compañeros.
Cuando el bocón se va a otra cosa -a planificar una nueva salida de madre- los demás quedan dando explicaciones de sus dichos. Los partidos nunca han sabido reaccionar bien ante estas fuentes emisoras de problemas. Nadie ha hallado la forma de decir que no hay cómo deshacerse de alguien políticamente idiota, que parece quirúrgicamente pegado a los micrófonos de salas de conferencia.
El polarizante vive del estado de confusión que crea. Cierto que apenas habla, todos a su alrededor lo quisieran asesinar. Esta es la parte que más le gusta a esta encarnación de la cizaña. Dotado de un cuero de varios centímetros de espesor, sabe que tiene que aguantar el primer chaparrón. Cuando todos se le vienen encima pidiendo explicaciones, sólo espera. Algunos adoptan una cara tan inexpresiva que sería la envidia de un moais; otros, los peores, sonríen con el más angelical rostro. Y espera. En esto, llega la contrarréplica del otro lado y cada cual vuelve a su puesto a defender posiciones y contestar el ataque.
Cuando se ha logrado estabilizar la situación, el polarizante se ha lanzado a toda carreta sobre un micrófono para ofrecer nuevas y quemantes declaraciones.
Vamos por más democracia
El problema con los polarizantes es doble: vuelven banal la política y ocupan mucho espacio. Cuando se trata de enfrentar y resolver problemas, nunca se ha sabido de un polarizante que sirva. No procesa un debate, únicamente lo saca de su centro.
Se alimentan de problemas como parásitos, exacerbándolos. Gritan, gesticulan y hacen afirmaciones rotundas, pero no aportan a ninguna solución. Más bien es al contrario. Si un problema se hace grave o crítico, quienes consiguen protagonismo espurio siguen profitando. Banalizan lo que tocan y empobrecen lo que dicen.
El polarizante es un productor de espectáculos mediales. El que alguna vez sea entretenido no lo hace menos dañino. Llena demasiado espacio para la nula utilidad de su actuación. La mejor forma de actuar ante este personaje es cortándole la cuerda que lo sostiene, no hacer lo que él espera.
Todo lo que hacen consiste en provocar un ataque. No sabría qué hacer si el ataque no se produce. Porque es la contrarrespuesta lo que hace que quede impune. Hay que dar tiempo para que la reacción sana se produzca donde más estragos causa el hacedor de desaguisados: en su propio bando.
¿Qué queremos que predomine en la política nacional? El país va por más democracia, por más cercanía, por más verdad y menos poses. Esto es lo que representan las candidatas. Demos a los demás el tipo de política de calidad que les permitan ejercer el liderazgo al que están llamadas.
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