viernes, diciembre 31, 2004

Después de mí, el diluvio

Después de mí, ni el diluvio



Hay algo peor que el populismo: lo que sigue después de él. Ya es bastante malo que se haga política pensando en el corto plazo y que todo se oriente en dirección de las cámaras de televisión. Quien no se preocupa de que las cosas perduren, termina por verse alcanzado por las consecuencias de lo que ha sembrado tan a la ligera.

Al populista le encanta imaginarse que está enfrentando constantes maquinaciones para causarle daño. Pero, si se mira con cuidado, su mayor problema lo enfrenta cuando los hechos que él mismo ha engendrado le dan alcance.

Un ejemplo de lo que ocurre tras el paso del festival de la alegría para la televisión, se puede apreciar en el municipio de Santiago. Lavín ya no está, pero su sucesor se encuentra con la abultada cifra de las cuentas de la farándula.

La situación es peor de lo esperado. Ahora tiene que pagar hasta el agua que usa, porque el inmenso privilegio de eximirse del pago fue sacrificado en aras de una gestión que ni con eso pudo brillar. No es cierto aquello de que “después del populismo, el diluvio”: en este caso ni siquiera quedó agua para eso. Con siete mil millones de pesos menos, la vida se ve bastante difícil.

La lección que podemos sacar de esto no es menor.

El primer rostro del populismo -ese que se presenta con la sonrisa perenne en los labios- termina dejando muchas caras largas. Sus herederos (voluntarios o involuntarios) son quienes asumen la responsabilidad del alud de problemas acumulados que su alegre antecesor les tenía como presente griego.

También está aquel rostro del populismo que quiere encantar y el que quiere intimidar y asustar. Aunque diferente en la forma, en el fondo se trata de otra manera segura de llegar a un callejón sin salida. En realidad, es una vía más rápida y eficiente para llegar a la catástrofe. Le gusta atemorizar porque parece capaz de destruir más que de construir. Lo más insólito es que cuando aparece uno de estos energúmenos con entrenamiento avanzado y causa toda suerte de estropicios, los demás insisten en pagarle la cuenta.

¿Por qué actúan así? Porque le aplican las reglas normales de la convivencia basada en la buena fe. Cuando el populista empieza a vociferar, se cree que le ha dado “un ataque de algo” -una enfermedad desconocida, pero episódica- y se busca tranquilizarlo. Existe la convicción de que si se cede todo se arreglará.

En realidad con esto se comete un error grave. Toda concesión es vista por el populista de mirada ceñuda y rostro agrio como una muestra de debilidad, que lo confirma en su matonaje. La próxima vez, entonces, “preparará un numerito” más grande en el convencimiento que conseguirá, por miedo, lo que no le darían por simpático.

¿A qué juega el populista del temor? A primera vista no parece comprensible que a alguien le guste aparecer en las fotos como personaje con un cierto aire entre nazi, sicópata y vampiro. ¿Para qué tanta maldad? Hay que reconocer que esto requiere un enorme esfuerzo. La mayor parte de la gente, si quiere poner cara de alguien verdaderamente malo, solo consigue esbozar algo que recuerda a un niño pillo, que se come los chocolates a escondidas. La mayoría de nosotros sería un fracaso como populista agrio. La razón es sencilla: el juego de este populista no es el de convencer sino el de imponerse.

El populismo no va a ningún lado. Es atraído por el poder y por su ejercicio. Sorprende por su desparpajo, por su falta de maneras y de educación, por su no respeto de los límites. Un dirigente populista siempre dará la impresión poco tranquilizadora de los fanatismos que andan entre el publico cargado de explosivos y con el detonador en la mano. Y lo peor no son los explosivos, sino la semisonrisa de satisfacción con que acompañan todos sus actos. Es como si, entre dientes, repitieran siempre: "voy a apretar el botón... voy a apretarlo... me encantan los botones". En otras palabras, se trata de un enfermo enfermarte.


Creo que las reacciones son equivocadas: el populista sonriente debiera provocar susto y el populista ceñudo causar risa; ambos, ser objeto de un rechazo mayoritario. Al menos el de quienes de los que conocen lo que vendrá. De los que aprecian la libertad y la responsabilidad y no necesitan dictadores de nuevo cuño; en fin, de los que desconfían de las soluciones sencillas a problemas complejos.

¿Cual es el antídoto contra este tipo de populismo? El mismo que con las pesadillas: prender las luces. Darlo a conocer. Decir lo que está pasando, porque hay momentos en que el silencio no es prudencia sino miedo. Mostrar lo ridículo que resulta estar siempre en una postura tan absolutamente antinatural.

El populismo debe ser tratado como lo que es: una lacra de la democracia. Un tipo de autoritarismo que se quiere infiltrar en las mismas instituciones destinadas a ejercerla. No es necesario dejar que las cosas lleguen al extremo de hacer daño para actuar. Siempre será mejor ahora que después.

El mejor remedio consiste en anticipar sus consecuencias. Al populista no hay que juzgarlo por su sinceridad, por su entusiasmo o por su convicción de estar haciéndolo bien. De todo esto puede salir airoso. Su especialidad es avanzar, pero no se detiene ni regula por sí solo. Llegará hasta donde lo dejen o hasta donde lo paren.

Ningún país, por grande que sea, puede darse el lujo de ceder poder a los populistas. Contener por igual a sonrientes y agrios es un deber patriótico. Dejarles hacer merece más repudio que el populismo mismo.

Hay que hacer de 2005 el año en que los populismos sufrieron una gran derrota en Chile. Esta es una invitación. Como dijo Patricio Aylwin en el reencuentro con nuestra dignidad: “de nosotros depende”.