Chicha con limonada
Chicha con limonada
Cada vez que se inicia una competencia política, lo mejor es pensar que se trata de un nuevo comienzo. Como si se limpiara una gran pizarra en la que estaban anotados los nombres de ganadores y perdedores. El que crea en los resultados establecidos con antelación comete una equivocación fatal.
Los méritos existen y otorgan ventajas. Así, por ejemplo, la derecha acumuló más errores que aciertos hasta la reciente elección municipal, mientras que la Concertación se aplicó más y mejor a la tarea, y marcó la diferencia en los resultados.
Pero ya pasó. Los méritos del pasado rindieron sus frutos. Muestran caminos errados que evitar y formas de comportarse que acercan al éxito. Pero nada más. El mismo conglomerado que triunfo por disciplina, tesón y oportunidad en las acciones, puede llegar a cometer los mismos pecados que tan bien supo ver en su oportunidad en el adversario.
Por sobre las etiquetas más usuales de oposición y gobierno, hay formas de entender la política que se enfrentan en esta oportunidad, tal como han venido haciéndolo antes. Nos encontramos en un escenario donde las diferencias ideológicas parecen pesar mucho menos, y donde importa mucho saber cuánto se está en disposición de respaldar, en la práctica, lo que se dice durante la campaña.
En el pasado, lo más usual era que se enfrentaran aquellos que defendían homogéneamente posiciones conservadoras contra los que, también en forma homogénea, representaban posturas progresistas. Pero, al parecer ya son menos quienes parecen aspirar a una cierta coherencia de planteamientos.
Afortunadamente, en Chile siempre han existido los políticos que buscan ser electos por la propuesta de país que representan. Por ello, se preocupan especialmente por definir ante todos las opciones que asumen en los temas de interés central para el país. Optan y obligan a optar; por eso son valiosos: nos hacen tomar conciencia de que tenemos que escoger entre alternativas y que aceptar sacrificios.
Empleando la frase de Lagos, para cada cual llega a ser meridianamente claro que “no da lo mismo” por quién se está votando. En cambio, hay quienes siguen como norma la tan reveladora sentencia de Nicanor Parra: “la izquierda y la derecha unidas, jamás serán vencidas”.
Para estos, la fórmula perfecta es la que combina algún tipo de moral conservadora o de derecha con una fuerte apelación en defensa de los desposeídos del sistema. La idea es darle en el gusto a todos por algo, aun cuando, en conjunto, lo que se propone no tiene coherencia, o dista de resultar viable. Los modernos Hamelin tocan dos flautas al mismo tiempo, “segmentando el mercado” de los ratones que quieren encantar.
La forma de enfrentar al populismo, que es conservador y que señaliza a la izquierda -al mismo tiempo-, es llevarlo al terreno de la consecuencia de sus acciones. Hacerlo responder, incluso antes que empiece la elección.
El populista sabe que no tiene pretensiones de llevar a cabo lo que predica. Dice lo que tiene que decir para ganar, pero una vez que gana otro gallo es el que canta. Quien así actúa lo hace porque sabe que, quienes efectivamente resultan beneficiados con su ascenso al poder, le dan cierta licencia para que diga lo que quiera sin ser abiertamente criticado.
Un populista es aquel que “descubre” temas, de los cuales empieza a hablar como si la vida le fuera en ello. Así sucede con la “equidad”, la “justicia social”, las “desigualdades sociales”. Antes ni siquiera eran mencionadas. ¿Por qué una conversión tan súbita? Porque es la melodía que toca interpretar. Es lo que se quiere escuchar y es, por lo mismo, lo que se interpreta, “a pedido del honorable público”.
El límite al populismo se le pone al pedir que desde ya dé muestras de estar hablando en serio. Eso se logra en el Parlamento, con el apoyo a las iniciativas legales que van en beneficio de los menos privilegiados. Más temprano que tarde salta la contradicción. Porque el populismo no es coherente; no busca optar entre alternativas: las suma todas. Es algo peor que la indefinición, no es algo desabrido “ni chicha ni limonada.” Es la indigestión misma, algo así como chicha con limonada.
Desde ya se puede observar qué es lo que se necesita para que se le vayan reduciendo los espacios a los demagogos con aparente respaldo. Se requiere al frente un actor político importante que esté planteando, de verdad, fórmulas en beneficio de la mayoría de la población y que esté dispuesta a dar la cara por sus convicciones.
El populismo no es la medida de un país. Lo que verdaderamente nos dice cuál es el estado de una democracia, es observar qué hacen con la amenaza populista los que tienen la responsabilidad de darle gobernabilidad al sistema, y lograr que sea más equitativo y solidario. De modo que no se está indefenso ante las promesas fáciles.
En una democracia se debe encontrar la manera de contener a quienes no les ponen barreras a sus ambiciones personales. Pero todavía más importante es saber tratar a los Mesías que, en verdad, están convencidos que han sido escogidos para enmendar el mundo de sus errores, y de que ellos mismos tienen la fórmula para solucionar todos los problemas. Hasta ahora el país se ha librado de esta lacra.
El populismo puede engatusar a muchos, pero no logra convencer a la mayoría. Solo llega a ser visto como una alternativa en momentos de desesperación colectiva o de renuncia de los deberes elementares de los demócratas. Antes no.
Quien intente desbordar al populismo por la izquierda, está yendo más allá de sus posibilidades. Su antídoto está en ofrecer el mejor gobierno posible, en más exigente, pero el de mayores realizaciones efectivas. Si la Concertación sigue representando eso, sin duda continuará al poder.
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