El país necesita líderes realistas
El país necesita líderes realistas
La posibilidad de que la elección presidencial tenga dos vueltas parece haber sido asimilada por todos, incluidos los posibles postulantes. En estas condiciones, la primera vuelta cumple con una función distinta de la natural. Algunos la ven como el momento propicio para que se exprese la diversidad, mientras que la segunda vuelta sería el momento de la decisión frente a dos opciones centrales.
¿Qué aspiraciones colectivas pueden representar las candidaturas que aspiran a estar presentes en la primera vuelta? Al parecer, expresan el deseo de sacar a la luz el descontento ciudadano hacia las fuerzas con representación parlamentaria. Pero no es verdad que el descontento tenga que canalizarse necesariamente por las vías alternativas que se presentan hasta ahora. Esto sólo ocurrirá si no hay ninguna señal de cambio por parte de los principales actores políticos. Por lo tanto, los partidos no pueden darse el lujo de hacer lo que se les venga en gana, sin considerar el parecer de los que dirimen cualquier competencia estrecha.
La brecha entre los actores principales y los actores secundarios parece ampliarse, aunque el sistema binominal tiende a esconderla, precisamente porque fue concebido para eliminar las terceras alternativas. Es posible que los ciudadanos toleren esto por un tiempo -tal vez- muy prolongado. Pero nos desplazamos por un terreno en el que hay una bomba oculta bajo nuestros pies… con la que alguna vez tropezaremos.
Los defensores de este ordenamiento político ven solo aspectos positivos, en especial la estabilidad y la tendencia a la moderación de las conductas. Pero parece incorrecto olvidar la otra cara de la medalla: el sistema en el que nos desenvolvemos (pero que no elegimos) encierra un peligro mayor, porque reduce al mínimo la motivación efectiva de los actores políticos para reparar sus propios defectos.
El sistema no alienta la capacidad de enmendar conductas y de amoldar instituciones a la realidad social. En los partidos se habla de “crisis de representatividad”, se eligen directivas con el propósito de reorientar lo que se hace, se derrochan buenas intenciones. Pero brillan por su ausencia las iniciativas que permitirían enmendar rumbos. El tratamiento de la crisis es reemplazado por la conversación sobre la crisis. Hablar tanto sobre algo que no se modifica se convierte en parte del problema, no de su solución.
Talvez no vivamos en el futuro las convulsiones sociales de las que fuimos testigos en el pasado. Pero se acrecienta la posibilidad de que se produzcan procesos de desintegración social, que difícilmente serán contenidos desde estructuras políticas sin prestigio, con poca inserción en su medio y con débiles motivos para constituir organizaciones sólidas, que expresen algo más que la ambición de sus figuras prominentes.
Las señales de alerta están presentes a cada paso. A diario se multiplican las dificultades de las direcciones de los partidos para imponer decisiones entre sus afiliados. Ahora mismo, por ejemplo, la gran cantidad de “candidatos por fuera” debe llamar a la reflexión.
La aceptación anticipada del verticalismo en las decisiones es cosa del pasado. La posibilidad de ser obedecido depende ahora más del prestigio y del ascendiente que de la posibilidad de imponerse. No es cosa de amenazar a la primera o de considerarse el elegido de los dioses.
De la vida fácil de los sistemas protectores nada bueno puede salir. Esto se generaliza cuando cada bloque tiene garantizado de antemano que, en una elección parlamentaria, hay un par de personajes designados por sus partidos que se convierten en autoridades electas mucho antes de que los ciudadanos vayan a las urnas.
En Chile pasamos de la dictadura a la democracia por la capacidad de cambio pacífico expresada en una papeleta de votación. Ahora, la misma democracia puede empezar a degradarse si los ciudadanos se convencen de que se les llama a ratificar un pacto de oligarcas, es decir, “un conjunto de algunos poderosos negociantes que se aúnan para que todos los negocios dependan de su arbitrio”, según la RAE.
¿Cómo reacciona ante esto una gran parte de los ciudadanos comunes y corrientes? Muy sencillo: opta por entregar su respaldo a personas que se les presentan como cercanas, accesibles, con alguna faceta que las hace también comunes y corrientes. Con justicia -o sin ella- quienes son vistos como políticos profesionales o dirigentes de partido no aparecen en las encuestas que definen los principales liderazgos.
Por esto, los liderazgos emergentes son una prueba de la vitalidad de la democracia: realimentan el interés ciudadano, concentran la atención pública que de otra forma alentaría las más variadas aventuras, es decir, dan oportunidades a los partidos para que se sacudan de la comodidad.
Los partidos no tienen la última palabra. Ella siempre corresponde a los ciudadanos. Si eligen en consonancia con la mayoría, los partidos se validan como el puente que deben ser; en caso contrario, solo atraen su propia derrota.
Antes se encerraban a tomar decisiones, hoy tienen que dejar las puertas y ventanas abiertas cuando deciden las cosas importantes.
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