Sólo para valientes
Sólo para valientes
Víctor Maldonado
El desempeño sobresaliente consiste en adaptar el partido a los cambios del electorado; hacer que las decisiones partidarias pesen y cuenten en el debate nacional, y aportar a definir el rumbo de las decisiones políticas más importantes.
Los patitos feos
Los partidos son en extremo complejos de gobernar, qué duda cabe. Todos quisieran cambiarlos o mejorarlos, pero la verdad es que hacerse cargo de ellos y mantenerlos a flote es ya una proeza sólo apta para valientes.
Así son las cosas, los partidos son fáciles de criticar pero difíciles de conducir. En un período de alta exigencia como en el que nos encontramos, donde se deben tomar decisiones trascendentes, la conducción de una organización política ve cómo las dificultades habituales se acrecientan.
En los últimos días todos los presidentes de los partidos de la Concertación han hecho noticia. Camilo Escalona (PS) y Pepe Auth (PPD) con sus desencuentros y posterior conciliación; Jorge Burgos (PDC), por declinar la búsqueda de su mantención en el cargo y posterior rectificación; José Antonio Gómez (PRSD) por su anuncio de postulación como posible abanderado de la coalición.
Estos episodios -en el fondo- son demostrativos de las condiciones que se necesitan para dirigir un partido; algunas de ellas son básicas, otras, en cambio, son propias de un desempeño sobresaliente.
Las tres tareas básicas de un conductor partidario consiste en encabezar la mayoría; integrar al conjunto de la organización, y mantener sus sistemas básicos en funcionamiento.
El desempeño sobresaliente consiste en adaptar el partido a los cambios del electorado; hacer que las decisiones partidarias pesen y cuenten en el debate nacional, y aportar a definir el rumbo de las decisiones políticas más importantes.
Las tareas básicas parecen obvias y, sin embargo, requieren grandes habilidades. El presidente de partido puede ser o no un líder público. Es decir, puede tener las características de un líder carismático capaz de concitar la atención de los ciudadanos. Pero esto no es un requisito indispensable para ejercer el cargo. Estrictamente, no tiene por qué ser popular. En cambio, lo que siempre deberá asegurar es que está representando a su colectividad y representando a la mayoría política.
Lo que un partido no puede permitir es aparecer arrastrado por los acontecimientos. Tiene la obligación de representar una cierta respuesta propia e identificable para los demás.
Mantener una identidad propia y reconocible requiere de un procesamiento del acontecer nacional enmarcado en un conjunto de valores conocidos, y ordenados por objetivos estratégicos declarados. Para eso se necesita que el conductor represente a la mayoría. Si una dirección nacional es débil, y los liderazgos partidarios más representativos van por otro camino, lo que se tiene es en vez de una mesa directiva a un conjunto decorativo de personas bien intencionadas que opinan, pero no mandan.
No obstante, sostenerse en la mayoría no basta. Para que un partido funcione como se debe se necesita que la minoría circunstancial tenga siempre razones suficientes para colaborar con los objetivos comunes, aun cuando -si estuviera en sus manos decidir- ella se comportaría de modo diferente ante los principales hechos. En otras palabras, una organización política no extrema posiciones que consisten en discordia interna. Avanza todo lo que puede sin dañar la unidad partidaria.
Por último, son muchas las personas capacitadas para desarrollar una gran tarea política partidaria. O comunican bien, o son buenos organizadores, o son capaces de presentar proyectos e ideas, o pueden atraer a nuevos adherentes. Pero lograr que cada una de estas cosas suceda, en forma ordenada y simultánea, es el gran desafío de cada organización de este tipo.
Cada vez más tareas para menos personas
Quien conozca por dentro algún partido sabrá que, en realidad, ellos distan mucho de poder mostrar que están desempeñando sus funciones básicas de manera medianamente adecuada. En la práctica, algunos problemas se acumulan y se están agudizando. Los partidos envejecen, pierden atracción relativa ante otros centros de interés (sobre todo en la juventud), difícilmente logran financiarse de modo decoroso, la improvisación tiene carta de ciudadanía y la preparación de sus actuaciones públicas es escasa.
Por si fuera poco, parecen existir cada vez menos razones para mantener una mínima disciplina militante y la coherencia interna entre sectores internos.
Más bien hay incentivos concretos para que ello no suceda. Así, por ejemplo, cuando la legislación se modificó para asegurar un buen financiamiento de las campañas, se tuvo más en cuenta al candidato que al fortalecimiento del partido a los cuales éstos pertenecen. Como resultado quien quiera faltar a la disciplina, irse por su cuenta y tentar suerte en las urnas podrá hacerlo sin grandes costos.
Tenemos un cuadro inquietante. La realidad interna de los partidos cada vez se condice menos con una fiel representación de los intereses sociales y culturales a los que quisiera -eventualmente- representar.
Con todas estas dificultades siempre presente, hay que congratularse de encontrar personas dedicadas por entero a la actividad partidaria. Además encontrarán pocos que se lo agradezcan.
Los partidos son los patitos feos de la democracia. El prestigio de este tipo de organizaciones está por el suelo. La confianza pública en su desempeño es de lo más baja que se conoce.
Sus dirigentes aparecen como un grupo privilegiado de dudosa contribución al bien común. En fin, quien quiera hacerse popular puede partir por atacar los partidos en la completa seguridad de que cuenta con una amplia galería dispuesta a aplaudirlo.
A las puertas de la renovación
Sin embargo, la democracia no funciona sin partidos. No se ha inventado nada mejor para mediar entre los ciudadanos y los poderes públicos. Los intereses particulares se representan bien mediante las organizaciones sociales del más diverso rango de condición. Pero su simple suma significaría una torre de Babel, en la que se escucharían muchas voces individuales, pero pocos coros.
Los partidos hacen lo posible por intereses valóricos y modos de entender la organización social para un número amplio y diverso de ciudadanos. Por eso son indispensables.
Pero que no haya quién los reemplace no significa que estén cumpliendo bien con su tarea. Eso lo saben sus dirigentes. Como también saben que ha llegado el momento de la renovación de los partidos.
Para tener un desempeño que sobrepase la línea de flotación se necesitan cambios profundos en la forma como los partidos funcionan en lo cotidiano.
Lo primero será hacer permeable sus fronteras. Para influir en un partido hoy hay que ser militante. Pero no a todo el mundo que le interesa la política nacional tiene vocación de militante. Por eso la vinculación con los partidos y las coaliciones ha de aceptar todo tipo de grados, para captar una riqueza ciudadana por ahora desperdiciada.
En segundo lugar, el mundo de las ideas no es el de la eterna coyuntura. El número de micrófonos dirigidos a la boca de un presidente de partido no hace que a éste se le ocurran planteamientos más originales. Tampoco hacen desaparecer la ignorancia. En un país con personas altamente calificadas en tan diversas materias habrá que tener la humildad de escuchar más y hablar menos.
En tercer lugar, los partidos deben especializarse en aglutinar energías en vez de perderlas por falta de tratamiento de sus diferencias. Hoy quien dice centroizquierda no dice Concertación. Lo uno es más amplio que lo otro. Simplemente hay que volver a converger.
Nada de esto (ni las tareas internas ni las de vinculación amplia) lo conseguirán los partidos sin la dirección adecuada. Los que lo consigan tendrán presente y futuro, los que no lo logren tienen por destino el ser parte del recuerdo.
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