Entre sordos y magnánimos
Entre sordos y magnánimos
Víctor Maldonado
En la oposición son cada vez menos los que ven en el Transantiago un problema de público, y cada vez más los que lo están usando para hacer pagar costos políticos a los adversarios.
La sordera colectiva
Siguen dándose a conocer encuestas, pero al parecer ellas continúan sin motivar la reflexión entre quienes toman decisiones en política. Al menos no se sacan las lecciones que motivarían un cambio de conducta. Por cierto, lo que se extrae, sin mayor discernimiento ni esfuerzo, son los argumentos para atacar a los adversarios, es decir, la parte fácil.
Pero la necesidad de un giro en la política nacional resulta algo que no deja de estar presente por cómo se le preste atención al asunto. Sin faltar ninguna, las mediciones de opinión pública conocidas transmiten un creciente desafecto respecto de la forma en que se practica la política. La adhesión a los conglomerados es más bien pequeña y el número de quienes se califican de independientes se ha estabilizado en un nivel que tiende a superar la mayoría simple.
Es un caso generalizado de "sordera colectiva". Ello nunca ocurre por pura mala voluntad. A veces, simplemente, no se sabe qué hacer con una verdad incómoda y por tanto se pasa a un segundo plano lo más importante.
Lástima, porque es evidente que el tiempo no puede ser gastado inútilmente hasta el infinito. Y cuando la reacción no viene desde dentro, entonces se impone desde fuera.
Lo que se pierde mirando sin hacer nada ante las constataciones más obvias es la iniciativa. Pero tal parece que se necesitan remezones fuertes antes de reaccionar.
En lo de ser ciegos y sordos, la derecha parece llevar la delantera. En este caso lo que los hace cometer errores es una confianza ilimitada en su posibilidad de triunfo electoral, y en su convencimiento de que la Concertación se está despidiendo del ejercicio del poder.
El comportamiento que está asumiendo es, típicamente, el de quien ha caído en un exceso de confianza.
La oposición está tratando de cambiar de posición con el oficialismo (quiere llegar al poder y que los que hoy lo ocupan, pasen a la oposición), pero no está haciendo un esfuerzo serio por realizar una mejor política, reconocible para los ciudadanos. No quiere hacerlo mejor, quiere que los otros se vayan y, luego, ya veremos.
Juntando vientos
La prueba más fehaciente de ello se tiene por su comportamiento en el caso de la aprobación del financiamiento del Transantiago. En la oposición son cada vez menos los que ven en el Transantiago un problema de transporte público, y cada vez más los que lo están usando como una oportunidad para hacer pagar costos políticos a los adversarios.
Es eso lo que más daño puede hacer a los instigadores de esta conducta, aunque no crean que ello tenga consecuencias que los perjudiquen. Ello sólo ocurre porque hace tiempo se olvidaron de tener un prestigio que defender.
El síntoma más evidente de una situación desquiciada es no saber encontrar límites a los intereses propios.
"El momento de la plena responsabilidad será después de conquistar el poder" parece ser la consigna. ¡Como si de sembrar ortigas se cosecharan margaritas!
En el caso del actual debate parlamentario sobre el Transantiago, a lo que se da prioridad es aquello que, para la oposición, parece lo peor que puede ocurrirle al oficialismo, es decir, tener que financiar el transporte público con el 2% constitucional dedicado a "catástrofes". Con ello esperan asociar el nombre de Ricardo Lagos al de un desacierto y de allí sacar ganancias para el próximo año.
Lo que aliviana la conciencia de quienes proceden de esta forma es que, de todas formas, el transporte tiene financiamiento asegurado. Sacrifican la mejor solución (que es siempre algo más permanente y sólido) en busca de la ventaja coyuntural.
¿Por qué se llega a la conclusión de que nadie se da cuenta de lo que hacen y que los costos de operar de esta forma pueden llegar a ser decisivos? En realidad, la mala política se produce cada vez que se cree que se actúa en la impunidad. Por eso se comportan como ciegos y sordos ante el reclamo ciudadano por una política de calidad.
Pero hay otro factor que está pesando mucho en el ánimo de la derecha. Y este factor son las voces que desde el oficialismo insisten en alentar a la derecha en sus pretensiones de llegar al poder y desalentar a quienes quieren darle continuidad en Chile a los gobiernos de centroizquierda.
Los que así actúan no pretenden hacer daño. No hablan por deslealtad (de allí que se paseen por todas partes conservando su típico rostro de beatífica inocencia), no se les pasa por la cabeza que sus educadas palabras puedan irritar a los que están dando la cara en defensa de un proyecto común.
Ellos sólo pretenden ser "magnánimos". Quieren reconocer públicamente los méritos ajenos, las posibilidades de los otros, quieren tener juicios imparciales. Estos son los "magnánimos": una enfermedad de elite y un mal de la Concertación.
Los magnánimos
El sentido de oportunidad nunca está presente entre los que abandonan las grandes batallas por anticipado. Cuando más se les necesita, se dedican a alabar a los adversarios (el pequeño detalle de que estos últimos les estén dando un tratamiento poco delicado a sus amigos no entra en sus finas consideraciones).
Ser "magnánimo" es haber contraído una enfermedad que les acontece a las personas que se olvidaron de luchar. Les pasa a los que dejaron de ver la política como una empresa fraterna, noble y colectiva, en la que se trascienden los intereses personales. El magnánimo está más allá del bien y el mal, actúa como tribunal imparcial de la historia y concede con gracia y estilo su beneplácito al oponente.
Es una enfermedad que se adquiere en los palacios, en los salones y en las reuniones sociales. Se parte buscando acuerdos con otros, se asimilan sus puntos de vista, se llega a pensar como ellos y, al final, se llega a olvidar a nombre de quién era que se empezó a negociar en un principio.
No es que hayan empezado a hablar leseras. Es que perdieron el sentido. Se confiaron en sus glorias del pasado. Se acostumbraron a que los demás los encontraran ecuánimes y ponderados ("contigo se puede conversar", "¡si los demás fueran como tú!"). La vanidad reemplazó al norte y al rumbo.
Bien haría la Concertación en revisar sus documentos de identificación. Pueden que algunos estén vencidos. De vez en cuando hace falta volver a contarse y renovar compromisos personales de vida, al que nadie puede estar obligado.
El problema con los magnánimos es que no hablan a título personal, por mucho que lo crean y lo digan. Siendo como son figuras representativas de un conglomerado, comprometen con sus dichos a todos los demás. Aunque no actúan en representación de nadie, dan la impresión de estar agitando una bandera blanca que compromete a todos los que están alrededor. Y eso no es tolerable.
No sé si yo sea un personaje particularmente quisquilloso, pero da la casualidad de que cuando estoy dando lo mejor por una causa en la que creo, no me gusta que alguien claudique a mi nombre.
Pero, ¡qué le vamos a hacer! Así son los magnánimos. No cayeron luchando: se rindieron en el transcurso de un cóctel. Todo muy civilizado, muy indoloro, muy insípido. Muy estúpido también.
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