Cheyre y su emplazamiento a la clase política
Cheyre y su emplazamiento a la clase política
Estamos fijando como conducta requerida una actitud heroica, que muy pocos pueden alcanzar y que todavía menos pueden exigir a los demás. Sólo que hay ocasiones en que es lo único digno y humano.
Víctor Maldonado
Una carta abierta
Juan Emilio Cheyre fue un comandante en jefe del Ejército que cumplió con sus funciones a cabalidad. Mantuvo un irrestricto apego a las normas constitucionales, acercó a los uniformados al mundo civil y a la democracia, dejando el cargo en medio de reconocimientos públicos a su labor. Si alguien estaba descontento con su labor eran los más fanáticos cercanos al general (R) Augusto Pinochet. De ellos provenían los más fuertes insultos en las ceremonias y ocasiones en que se topaban.
Una norma no escrita (pero no por ello menos respetada) dice que cuando un comandante en jefe deja su puesto, no vuelve a emitir opiniones que pudieran comprometer, de alguna manera, a su institución. Pues bien, ahora es el mismo Cheyre el que está emplazando al Gobierno y dirigiéndose al mundo político en un tono desusado, para él o para cualquier otro comandante en jefe de las Fuerzas Armadas en retiro. ¿Por qué este cambio?
Sin duda, se trata de una reacción ante la renuncia del general Gonzalo Santelices, quien había participado en el traslado de detenidos ejecutados en Antofagasta en 1973.
Cheyre considera que se ha abandonado la política seguida por el Gobierno de Ricardo Lagos, que consistiría en mantener en sus puestos a los oficiales acusados por este tipo de hechos mientras no fueran declarados culpables de delitos de derechos humanos por la justicia.
En una parte medular de su carta a la clase política, el oficial (R) expresa: “Veo con preocupación señales que abandonan la fórmula de que ninguna de las partes busque aniquilar a la otra o erigirse como única poseedora de la verdad”. Agregando en seguida: “Me inquieta que se terminen dilapidando los acuerdos alcanzados y que se intente imponer una sanción moral precisamente a quienes han asumido y asumido la verdad”.
Cheyre ha ido más allá con posterioridad a esta carta, centrándose en el tema de la responsabilidad compartida en la generación de la crisis de 1973. Sus “padres fundadores” estarían en la izquierda, la DC y la derecha. Muchos de ellos, en conjunto cultivaron el odio en Chile y eso sería lo que provocó una crisis que no controlaron.
Muy posiblemente, tratando de mostrar una situación inaplicable para todos, pide que se legisle para que no puedan ser autoridades quienes hayan “causado la crisis” de 1973. O sea, si hay razones para que salga Santelices, ¿por qué no habían de quedar inhabilitados todos los demás?
Por cierto, las reacciones no se hicieron esperar y han sido de variado tipo, pero pocas han ido al fondo del asunto.
Desde luego, no están en discusión las relaciones institucionales entre el poder político y las Fuerzas Armadas. Por eso, el Gobierno puede seguir insistiendo en que sólo se relaciona “con los mandos vigentes” y que responder a Cheyre sería “una falta de respeto para el mando actual”. Ante cualquier viso de duda, esto es lo correcto y lo que corresponde en democracia.
Pero tal planteamiento se aplica a plenitud si Cheyre estuviera hablando a nombre de la institución de manera formal o convenida. Pero eso es ir demasiado lejos.
La otra manera de verlo es, simplemente, concentrarse en la pertinencia de los argumentos esgrimidos. O, al menos, intentar comprender qué es lo que se está diciendo al tener que argumentar de este modo.
Más allá de “ustedes” y “nosotros”
El problema de estas declaraciones iniciales no está en haberlas emitido en su oportunidad, sino en que éstas no hayan podido detenerse de parte del que las emite. Y mientras más textos y declaraciones acumule, agregándolas a los argumentos originales, más claro quedará que se ha cometido un error importante.
Nadie necesita insistir tanto cuando su mensaje inicial se ha transmitido de manera eficiente en la primera oportunidad.
Parece ser que lo central es saber si podemos seguir viendo el tema de los derechos humanos como un asunto de “ustedes” y “nosotros” o si, producto de los avances a que tantos han contribuido, ha llegado el momento de pensar en el interés permanente del país. Aun sabiéndolo, esto no siempre permite mantener las salidas de transacción, tan habituales entre nosotros.
Da la impresión de que el Gobierno no ha podido actuar de otra forma en este caso. Se trata de la aplicación de criterios generales en un tema de la mayor prioridad.
Tiene que ver con la forma como se concibe el gobernar en un área decisiva. No se relaciona en nada con la búsqueda de conveniencia (nadie anda buscando meterse en situaciones conflictivas por gusto) ni con querellas personales (ausentes por completo en esta ocasión) o con un regreso a las cegueras ideológicas.
Se relaciona con la necesidad de ser coherentes. Se trata de fijar el tipo de normas que han de cumplirse siempre entre nosotros, en cualquier ocasión y circunstancia. Ante todo, no es una señal hacia el pasado (un juicio sobre cómo debieron ocurrir las cosas), sino una señal hacia el futuro (que el respeto a la vida ha de predominar sobre cualquier consideración o atenuante).
El resultado de poner por delante una norma moral tan exigente no resulta fácil para nadie. Y, sin embargo, resulta ser lo mejor, pensando en el bien común.
Los victimarios se protegen a sí mismos alargando la cadena de los que hacen parte de sus crímenes. Lo que buscan es que, cada cual haya colaborado, pero en sólo una parte -un eslabón, pero nada menos que un eslabón- que lleva a la destrucción de muchas vidas.
Cada cual tiene la excusa perfecta (“si alguien antes que yo lo hubiera actuado como lo hizo” y “si alguien después que yo no lo hubiera continuado” nada habría acontecido. Al final, “todos recibíamos órdenes”). La lógica es perfecta; el resultado, en cuanto a víctimas, está igualmente asegurado.
Una sociedad no puede aceptar que sea cosa de trozar las responsabilidades para que, al final, todo pueda ocurrir.
Una respuesta abierta
Pero hay que estar conscientes de que se ha fijado una norma muy exigente, y que no es justo leer los acontecimientos del pasado con los ojos del presente: actuamos sobre resultados tan conocidos como seguros, sin las pasiones y las dudas del momento.
Por eso decimos que estamos fijando como conducta requerida una actitud heroica, que muy pocos pueden alcanzar y que todavía menos pueden exigir a los demás. Sólo que hay ocasiones en que es lo único digno y humano. Y es eso lo que se está diciendo para el presente y para el futuro. ¿Qué otra cosa puede legar esta generación al porvenir de Chile?
Si se sube la vara ética, entonces hay que procurar mantenerla igualmente alta, en toda ocasión y frente a cualquier acontecimiento que se presente. De nuevo, se trata de un asunto de coherencia.
Quienes están en el Estado tienen una responsabilidad mayor al resto. Así como no es lo mismo disparar con armas del Estado que la acción criminal de un delincuente común, así tampoco es lo mismo robar desde el Estado que desde fuera de él.
Cuando las exigencias se elevan, ya no toda comparación resulta igualmente pertinente. No se puede equiparar el fraude de un empresario con el fraude público, pareciendo que lo que dirime son las cantidades involucradas. Porque en el primer caso es un particular quien delinque bajo su cuenta y riesgo y, en el segundo caso, se trata de sujetos que, corrompiendo su función propia, traicionan la fe pública y delinquen afectando a la sociedad completa.
Acontece, eso sí, que nadie puede fijar normas que no esté dispuesto a cumplir él mismo. Las exigencias éticas no dan lugar a excepciones.
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