viernes, febrero 16, 2007

Problemas reales, actores ficticios

Problemas reales, actores ficticios

Víctor Maldonado


El actor ausente

Hay situaciones que hablan solas. En el lanzamiento del Transantiago estuvieron casi todos: ciudadanos, Gobierno, operadores, periodistas, policías, expertos. Pero no estuvo la oposición.

Esto no puede dejar de sorprender, porque el impacto es de tal magnitud que todo aquel que tenía existencia pública se vio impelido a hacerse presente mediante su opinión, su comentario, su queja o sus esperanzas.

Sin embargo, hubo una excepción, si se considera lo ocurrido durante los primeros días de instalación del Transantiago. Salvo mínimas señales inevitables, la derecha no estuvo en un evento estelar del año. No porque no tuviera intención de hacerlo, sino porque vio que no tenía algo interesante que decir.

Sólo podía hacerlo desde una actitud exigente pero propositiva que no podía asumir la vocería de batalla política dejada en la ocasión.

Es significativo: en un momento de gran importancia, respondió de modo rutinario. No dio el ancho, por lo que se esfumó de los medios.

Cuando inició su reacción, fue de dos modos: con proposiciones básicas ante la emergencia y en el terreno -bien conocido- del debate de contingencia. Pero ya había pasado el mejor momento. No tenía planes para enfrentar el evento público más anunciado que se pueda imaginar.

La derecha gusta de acusar al Gobierno de incapacidad de anticiparse. Ahora, estos juicios grafican más una autocrítica que una evaluación sobre otros.

La derecha gusta de acusar al gobierno de actuar con improvisación, incapacidad de anticiparse, falta de previsión y de quedarse en la rutina, sin encarar con eficiencia los grandes temas. En este caso, todos estos juicios más grafican una autocrítica que una evaluación de otros.

Esta falta de sintonía con el grueso de los habitantes de la capital resulta particularmente notoria por tratarse de un momento que, sin exagerar, resulta histórico. Y ello no exclusivamente por lo referido al transporte.

Santiago existe y se siente

Ocurrió que, por primera vez, todos los habitantes de Santiago, tuvimos plena conciencia de pertenecer y ser parte de la ciudad. Millones de personas se vieron a sí mismas como parte de un todo integrado.

Hasta el más egoísta se ha dado cuenta en estos días que no puede prescindir de los demás para algo tan básico como desplazarse y llegar de un punto a otro. Y si algo ha quedado claro tras todas las imperfecciones de quienes implementaron el sistema, es que el comportamiento humano es el que ha suplido los fiascos técnicos.

Cada cual tuvo la más fuerte y compartida de las evidencias que la metrópoli constituía un sistema interconectado, sensible, complejo, susceptible de ser conmocionado, necesitado de mucha colaboración para que funcione.

A partir del 10 de febrero, Santiago no volverá a ser el mismo de antes, en más de un sentido. En días de tanta agitación, demoras, hacinamiento, desconcierto y de los más variados aprendizajes surgió un convencimiento que ha sostenido todos los esfuerzos para adaptarse.

Ese convencimiento profundo ha sido el de que “no hay vuelta atrás” y que, siendo así, no nos van a superar las dificultades del momento. Y los resultados han empezado a quedar en evidencia en un espacio de tiempo asombrosamente acotado.

Mientras esto sucede, la oposición no supone encontrar un espacio propio desde el cual dirigirse a la opinión pública. La apuesta voluntarista al fracaso estrepitoso fue un error. La puesta en escenario de alguien que parece disfrutar de lo pésimo que marchan las cosas, no fue un ejemplo de altruismo, y no le sirve de nada al que se siente en dificultades. Cuando se quiso pasar a una actitud más positiva ya fue muy tarde.

Mientras esto ocurría, al gobierno le estaba ocurriendo también algo decisivo. Quizás tanta imagen de buses en las más diversas situaciones no haya permitido apreciarlo con detenimiento, pero en oficialismo se acaba de producir una constatación de importancia.

Ocurre que esta es la primera ocasión desde la llegada al poder de Michelle Bachelet que un tema de gran magnitud y potencialmente explosivo, es enfrentado con éxito por la conducción de gobierno, sin la intervención directa de la Presidenta. A ella le ha bastado con monitorear a distancia y con la comunicación expedita para asegurarse que los acontecimientos se mantenían dentro de un curso de acción aceptable.

Ha quedado en evidencia un grado de madurez importante en el comportamiento colectivo de la primera línea de conducción gubernamental. Se ha mostrado un equipo cohesionado y solvente, con capacidad de resolución en situaciones de tensión prolongada. Este es un dato a recordar cuando enfrentemos los siguientes episodios críticos.

El efecto político de la implementación plena del Transantiago será perdurable. Así por ejemplo, a la Concertación le hará muy bien el comprobar que se ha tenido el coraje realizar una revolución en el transporte urbano de la metrópoli, aun sabiendo lo impopular que podía ser al inicio y no obstante las incógnitas obvias que acompañan una implementación gigantesca de carácter inédito.

Cuando la supervivencia política se subordina a la prosecución de objetivos exigentes de bien común, se está muy lejos del agotamiento o del desaliento. Y esto es otra cosa a recordar.

Del gobierno en las sombras a la insolación

Mientras el Ejecutivo se fortalece concentrándose en tareas de amplio alcance ciudadano, la oposición se está dando tiempo para atender a sus temas de interés interno o al cultivo de la asignación desfasada de responsabilidades.
Resulta hasta incómodo mencionarlo, pero la derecha se ha estado entreteniendo insistiendo sobre la responsabilidad de Ricardo Lagos en los casos de corrupción detectados hace un tiempo, y, sobre todo en discutir sobre un posible “gabinete en las sombras”.

Esta es una idea que vuelve cada cierto tiempo, entretiene a todos en la oposición, llega a fotos muy publicitas y desaparece luego tragada por el anonimato. Algo que sucede una y otra vez y no por casualidad.

En un régimen parlamentario un gabinete de la oposición tiene pleno sentido porque, en efecto, cuando la mayoría en el Parlamento cambie, este puede, esto puede derribar el gabinete y lo reemplaza aquel que está lista y a la espera de que esto suceda. Esta figura, pues, responde a una necesidad del sistema político.

En Chile la situación es diferente. Aquí tenemos a la oposición completa “en las sombras”, algo que no se puede interpretar como el largo período que va desde la recuperación democrática en la que la derecha nunca ha logrado conducir la agenda política.

Un gabinete se constituye tras un liderazgo indiscutido y compartido. De otro modo, no hay manera de distribuir roles que sean respetados por todos. El problema no está en los que hablan sino en los que se tienen que quedar callados.
El problema es bien práctico. Cuando un “ministro” ficticio da su opinión, ¿Qué puede hacer que se quede mudo otra persona de oposición que tiene (como no) una idea diferente?, ¿qué lo detiene para no expresarse o para subordinarse a lo que se dijo?

Estas ideas funcionan cuando hay disciplina. Pero el ordenamiento no se puede producir por una especie de consenso de que el que los voceros son personalmente mejores que muchos otros igualmente calificados.

En política la disciplina se produce por la subordinación de todos a un bien superior que requiere de sacrificios. Muy de tarde en tarde, y períodos bien acotados, la derecha ha sido capaz de semejante muestra de cohesión.

La oposición, que no da la altura para responder a algo tan importante como el Transantiago, cree poder hacerlo inventando un gobierno ficticio. Pero no es así como se llega al poder. Son las alianzas de verdad los que llegar a tener gabinetes verdaderos, cuando no se es eso, solo se crean juguetes.