viernes, marzo 12, 2004

El estilo integrista de la UDI

El estilo integrista de la UDI


La mayoría de las personas se esfuerza a diario por ajustar su comportamiento a los principios que profesa. Con suerte variable, pues no es fácil la consecuencia. Sabemos que las caídas abundan. Por esto, aún defendiendo una posición ética y política, somos capaces de reconocer en nuestros adversarios partes de la verdad y la rectitud.

Muchos de los que lo vivieron miran con nostalgia el pasado anterior al golpe militar. Consideran que venimos de una época donde los ideales contaban. Me parece un error de apreciación. Nos gustaría recordar una época a la que se le ven todas sus luces y sus sombras.
Lo primero que viene a la mente es la explosión de vitalidad que se experimentaba, la sensación de que los anhelos colectivos parecían tocar la realidad.

Pero si hay algo que fue moneda corriente en la etapa previa a la pérdida de la democracia, y que hoy no tenemos, es la pretensión totalitaria de ser poseedores de la verdad, de “saber para dónde va la historia” y hacer lo que queramos con los que piensan distinto.
Ahora somos menos pretenciosos y menos arrogantes. Hemos sufrido la tentación totalitaria y reconocemos los síntomas en otros.

Hoy los totalitarios son los integristas. Vale la pena recordar sus mecanismos. Para ser integrista se necesita creer que se posee la verdad. Se tiene la representación de Dios (la historia, la nación, la clase, el progreso, etc.) en la Tierra. Los demás viven en algún grado de error, a veces sin saberlo. El país y el mundo están sumidos en el pecado. Y hay que redimirlos sin reparar en pequeñeces ni detenerse a la primera dificultad.

El integrista tiene intenciones puras. Nunca deja de hacer referencia pública a sus propósitos redentores. Se emociona sinceramente con las injusticias del mundo. Semejante sensibilidad no tiene nada de raro. Robespierre, por ejemplo, lloraba conmovido al ver deshojarse una flor, para luego firmar un decreto que mandaba a la guillotina a los “equivocados”. Una cosa no quita la otra.

El integrista plantea los límites de acción en estos términos: siendo yo y mis amigos tan buenos, conociendo la verdad y queriendo que ella se practique en todo lugar, ¿qué haremos con los que se nos resisten?
Siempre se llega a la vieja pregunta “¿cuáles son los derechos del error?” Desde la perspectiva integrista, bien pocos. Por el propio bien del “equivocado”, del país y de las nuevas generaciones, hay que forzarlos -les guste o no- a entrar en la buena senda.

El integrista es fanático en el pensamiento y el mesiánico en la acción. Lo que lo hace tan malo es el creerse tan bueno. Se da licencias de conducta que no se permitiría ninguna persona con una opinión más matizada sobre sí misma.

Acabamos de ser testigos de un ejemplo de este modo de pensar y actuar. Los integristas solo triunfan si convencen a los demás de que están en una guerra santa. “Vamos a la guerra” se escuchó en la UDI cuando decidieron “eliminar” a Piñera. Este lenguaje no es casual.
Requieren de la más fuerte de las polarizaciones para manejarse como pez en el agua. Pero en Chile queremos vivir sin soluciones autoritarias. No creemos que la forma de demostrar autoridad sea destruir personas o líderes.

Quienes hayan visto a Lavín dar su golpe a la cátedra, habrán quedado con la impresión de que dirigió un movimiento maestro que lo repone en el liderazgo. En realidad, el mérito es de la salida y del rescate del atolladero al que lo habían llevado sus propios errores y los de su equipo cercano.

El precio que pagó Allamand por esto fue alto: sacarse fotos con el equipo de confianza de Lavín, mientras su amigo Piñera era lapidado. Lavín estaba en una trampa, porque el mismo se había involucrado (y lo reconoció) en una operación censurable que derribaba a Piñera y hería a Allamand. Durante dos meses le dirigió la sonrisa que le conocemos, mientras otro participante de las pequeñas reuniones de confianza, a las que era invitado, preparaba traicionarlo al tiempo que le palmoteaba la espalda. Simplemente repulsivo.

Era perfectamente entendible que Allamand actuara frente a una traición involucrándose en el enfrentamiento colectivo. Pero no lo hizo. Actuó encontrando la mejor salida política posible para ambas partes. Al hacerlo, “blanqueó” a Lavín e hizo imposible que Piñera se defendiera.

Si Allamand hizo lo correcto solo el tiempo lo dirá. Por ahora, el efecto será rápido y contundente. Tras cinco meses de continuo conflicto y años de refriega, con pequeños armisticios, la derecha firmará un tratado de paz. Ello la reposicionará en el escenario electoral y le dará nuevos ánimos.

El gremialismo mostró que en el abanico de opciones política que utiliza se incluye la “destrucción del aliado indeseable”. Esto es muy lamentable. Mostró su peor rostro. Perfectos y crueles.

Sonrientes y prepotentes. Pulcros y despiadados. Tan modernos en el uso de los medios, tan antiguos en su modo de actuar.
Piden la alternancia para hacer el bien... como solo ellos saben hacerlo.